En el ámbito de la práctica artística y, en concreto, dentro del marco de la exposiciones en las que puede participar un artista, a veces ocurren cosas absurdas que merecen ser explicadas. No hace muchos años que un comisario al que habían invitado a coordinar un proyecto en un galería de Madrid, me pidió que participara en una performance. La exposición se componía de esculturas, fotografías y dibujos a excepción de esta última pieza, que requería la labor de dos personas que no eran, de hecho, quienes habían llegado a concebir la propuesta. Se trataba de pintar un mural bajo las indicaciones de una artista que era estadounidense y cuyo trabajo se limitaba a volcar sobre nosotros el papel que ella misma, o bien no podía desempeñar, o tal vez se negaba a hacer. De lo que se trata no es del contenido de aquel mural que ella se había encargado de dotar de significados personales. Lo importante es saber por qué alguien había delegado en nosotros hacer su trabajo.

Lo interesante vino después: si uno busca información sobre aquella muestra, encontrará los nombres del comisario y de los artistas, pero en raras ocasiones nos mencionan a quienes ejecutamos la obra que los espectadores pudieron ver, fotografiar y comprar. Dado que mi compañero y yo hicimos esa obra (por más que se crea en los designios de unas «órdenes infalibles» que emanaban de aquella persona) no dudé en incluir esa exposición en mi currículum, hasta que un día alguien me lo mencionó y me dijo que no podía incluirla en mi trayectoria.

Si nos ajustamos al hecho de que aquella artista se limitó a conceptualizar algo que ella no podía hacer, nos encontramos con la evidencia de que esa capacidad no demuestra en absoluto la existencia de una obra. Por no decir que se confunden quienes creen que «producir ideas» los convierte de inmediato en «dueños» de esa misma producción. Entonces nos vemos ante la paradoja de que le era necesario requerir de las cualidades de otros para que su «trabajo» tuviera una proyección o, lo que es lo mismo, que se pudiera hablar de un trabajo concreto.

Quienes pintamos aquel mural fuimos los únicos ejecutores de aquella obra, que fue el resultado de un conocimiento (el que teníamos) y una traslación del mismo a través de una tecnología (las herramientas para pintar y los materiales que usamos para hacerlo). La artista que nos lo encomendó, a mi juicio, sólo existe como abstracción jurídica: alguien que es dueño de una producción que no sabe en modo alguno cómo se produce lo que dice que es suyo.

[Este conjunto de obras pertenecen a una muestra individual comisariada por Cristina Anglada y Gema Melgar (This Is Jackalope) en Hub27, Madrid.]